Inmaculada Concepción de María, preludio de la salvación

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Autor: Miguel Manzanera SJ

El 8 de diciembre la Iglesia Católica celebra la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, aunque cuando cae en día laborable pasa desapercibida para muchos fieles. Ello es de lamentar no sólo por la importancia teológica que tiene esta fiesta, sino que además, al celebrarse dentro del tiempo litúrgico del Adviento, ayuda a comprender mejor el plan divino de la salvación, uno de cuyos momentos claves es la Navidad, fiesta del nacimiento del Salvador.

La Inmaculada Concepción se refiere a la manera totalmente excepcional en que fue concebida la Virgen María. Su madre Ana era estéril y tanto ella como su esposo Joaquín oraban pidiendo el don de la fecundidad. Finalmente Dios les concedió la gracia de tener una hija. Pero, además, la Iglesia ha reconocido que esta niña fue inmaculada desde el primer momento de su existencia, es decir estuvo exenta de la mancha del pecado original que según la enseñanza de la Iglesia afecta a todos los seres humanos por ser descendientes de Adán y Eva (Catecismo 396-412).

La Iglesia a través de una larga historia de oración y reflexión ha llegado a la convicción de que la Virgen María fue concebida sin pecado original, tal como definió el Papa Pío IX en el año 1854 (Catecismo 490-493). La explicación propuesta por la Beata Ana Catalina Emmerick, favorecida por Dios con revelaciones místicas, ayuda a entender mejor la significación profunda de este misterio.

Tal como narra la Biblia en el capítulo tercero del Génesis, el maligno, representado en la figura del ofidio, tentó a Eva a comer del árbol de la ciencia del bien y del mal que Dios había prohibido. El tentador le engañó indicándole que si comía el fruto prohibido sería igual a Dios en sabiduría y felicidad. Eva convenció a Adán y ambos comieron. Ante esa transgresión el Creador les sancionó y perdieron los dones de la inmortalidad y de la inmunidad frente a las enfermedades y sobre todo la gracia de la amistad con Dios, quedando bajo la influencia diabólica.

Por ser Eva “la madre de los vivientes” esta pérdida se transmitió y se sigue transmitiendo como una enfermedad hereditaria a todos los seres humanos. Refiriéndose al pecado original la Iglesia explica que, si bien no es una falta personal, impide al hombre acceder a la gracia de ser imagen y semejanza divina. Pero Dios se compadeció de la humanidad y prometió enfrentar al maligno, poniendo enemistad radical entre él y “la Mujer”. Ésta con su linaje enfrentará al maligno y a su linaje hasta derrotarlos por toda la eternidad. De esta manera la familia humana recobrará su dignidad de ser la imagen y semejanza de la Familia Divina (Gn 3, 15).

Esta promesa fue reforzada históricamente con la bendición de Dios a Noé, a Abraham, a Isaac y a Jacob, neutralizando así la maldición del pecado hasta la cuarta generación (cfr. Ex 20, 5). Moisés, representando al pueblo de Israel, estableció la alianza con el Señor, aunque hasta que germinase la fidelidad de Israel tenía que transcurrir mucho tiempo.

Pero finalmente llegó el cumplimiento de la promesa. Joaquín y Ana, fieles servidores del Señor, estaban unidos en matrimonio aunque no podían tener descendencia, recibieron la gracia de concebir a una hija. Ella desde el primer momento de su existencia quedó exenta de la mancha original y llena de la gracia divina para aceptar el plan divino de la encarnación que se completó en la redención. Jesús, elevado en el árbol de la cruz como el nuevo Adán, llama a María, “Mujer” como la nueva Eva, para inaugurar juntos la nueva etapa de la salvación (Jn 19, 26).

Por eso en la fiesta de la Inmaculada Concepción celebramos  no sólo el gran privilegio que Dios concedió a la Virgen María, preparándola para ser la Madre de Jesús, el Hijo de Dios, sino también el preludio de la gran liberación de la humanidad frente a la influencia diabólica.

Para que esta liberación se haga efectiva la Iglesia ofrece el sacramento del bautismo que borra en cada ser humano la mancha original y sus consecuencias y le, hace renacer a una nueva filiación dentro de la familia trinitaria. Por eso la Iglesia Católica insiste en que los padres o los tutores bauticen a los niños lo antes posible para que queden liberados de la esclavitud del pecado, heredada como consecuencia de la transgresión original.

Bautizar a los niños lo antes posible es tan importante como darles de comer. ¿Acaso permitiríamos que su alma muera de hambre y sed un minuto más si lo pudiéramos evitar? Las almas “mueren” de amor esperando que la Santísima Trinidad inhabite en ellas y sin embargo los padres prefieren postergar el bautismo por mil excusas vanas. Por algo la inmensa mayoría de santos fue bautizada dentro de los pocos días de nacer”. http://www.iesvs.org/2013/12/domingo-por-la-santisima-trinidad.html.

Lamentablemente hay padres que ponen a sus hijos nombres extravagantes o absurdos, olvidando que el nombre de un santo servirá de protección e inspiración al hijo a lo largo de toda su vida. Por eso la Iglesia recomienda vivamente que en el bautismo no se imponga al niño un nombre ajeno al sentir cristiano (canon 855).

Por último recordamos que los Obispos Católicos de Estados Unidos en el año 2008 aprobaron el “Rito de la bendición de una criatura en el vientre materno”, confirmado por la Santa Sede en marzo del 2012. A este respecto recomendamos que, bajo la guía de un sacerdote, los padres de familia ofrezcan sus propios hijos a Dios, cuando todavía están en el seno materno, actualizando así el ofrecimiento del niño Jesús que José y María hicieron en el Templo de Jerusalén (Lc 2, 22-24).