Susan Ciancio
Escritora Contribuyente
Human Life International
Cuando un matrimonio se entera de que ella está embaraza se produce una inmensa alegría. Se trata de la culminación de la unión conyugal, y de muchas esperanzas y sueños. El evento evoca lágrimas de alegría y felicidad por la venida de un hijo al mundo.
Génesis 1:28 dice: “Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla”. El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) enseña que “La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (no. 1601). Por lo tanto, es muy natural que los matrimonios anhelen tener hijos.
Para muchos este deseo es inmenso. Los hijos son un don maravilloso, nos dan esperanza en el futuro. Los hijos completan la familia. Para la mayoría de los matrimonios, este deseo de tener hijos se cumple fácilmente. Pero, ¿qué pasa cuando este deseo no se cumple luego de varias pruebas de embarazo? El vacío que se produce no parece tener fondo. Comienzan a sentirse desesperanzados.
Esta desesperanza junto a un gran deseo de concebir es lo que lleva a muchos matrimonios a la FIV. Piensan que no importa cómo logren concebir un hijo, ya que de todas maneras lo van a amar y a cuidar. Sin embargo, la Iglesia nos enseña que ello sí importa:
“Las técnicas que provocan una disociación de la paternidad por intervención de una persona extraña a los cónyuges (donación del esperma o del óvulo, préstamo de útero) son gravemente deshonestas. Estas técnicas (inseminación y fecundación artificiales heterólogas) lesionan el derecho del niño a nacer de un padre y una madre conocidos de él y ligados entre sí por el matrimonio. Quebrantan ‘su derecho a llegar a ser padre y madre exclusivamente el uno a través del otro’” (CIC 2376).
La FIV es un método por medio del cual los médicos recogen espermatozoides masculinos y óvulos femeninos y luego los mezclan en una placa de Petri con la expectativa de que uno o más óvulos sean fertilizados. (Hay que añadir que ciertos métodos de recolección de espermatozoides son gravemente inmorales, como la masturbación.) La ciencia nos enseña que desde el primer momento en que un óvulo es fertilizado se convierte en un embrión – en un nuevo e irrepetible ser humano.
La Iglesia enseña que la única manera moralmente aceptable de concebir a un hijo es a través del acto conyugal de los esposos. La dignidad del hijo lo exige. Esta hermosa y maravillosa expresión del amor entre los esposos es una cooperación con el acto creador de Dios de un nuevo ser humano. Por ello es que le llamamos procreación en vez de creación.
Según el Catecismo, la FIV es inmoral en parte porque disocia el acto sexual del acto procreador. El acto por medio del cual un hijo viene a la existencia ya no es un acto por en el que los esposos se donan mutuamente bajo el abrazo de Dios, sino que “confía la vida y la identidad del embrión al poder de los médicos y de los biólogos, e instaura un dominio de la técnica sobre el origen y sobre el destino de la persona humana. Una tal relación de dominio es en sí contraria a la dignidad e igualdad que debe ser común a padres e hijos” (CIC 2377).
“El hijo no es un derecho sino un don. El “don [...] más excelente [...] del matrimonio, es una persona humana. El hijo no puede ser considerado como un objeto de propiedad, a lo que conduciría el reconocimiento de un pretendido ‘derecho al hijo’. A este respecto, sólo el hijo posee verdaderos derechos: el de ser el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres, y tiene también el derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción” (CIC 2378).
Como seres humanos que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, no somos mercancías para ser compradas o vendidas. Dios libremente nos da la vida y debemos amar a esa vida y nunca lucrar con ella o comprarla. Nunca debemos ponerle un precio a un ser humano. Pero eso es exactamente lo que hace la FIV. Cada intento de FIV cuesta entre $14,000 y $20,000. Estos procedimientos muchas veces vacían las cuentas bancarias y las de retiro, y se aprovechan de matrimonios desesperados. Su tasa de éxito es de apenas el 42% para mujeres de menos de 35 años y mucho menos para mujeres mayores de esa edad. La FIV no garantiza ninguna solución fácil.
Dejando los costos a un lado, miremos qué pasa con los embriones. Un médico determina cuáles de estos embriones de la placa de Petri tienen el potencial más grande para desarrollarse si son implantados en la madre. Los otros embriones son congelados o descartados. Luego de haber seleccionado unos pocos embriones, los esposos deciden cuántos van a ser implantados en el útero de la madre. Por ejemplo, de cinco embriones seleccionados, la madre puede que escoja tres para ser implantados, dejando los otros dos congelados para usarlos en el futuro o para donarlos a otros matrimonios infértiles (CIC 2376) o para la investigación científica o simplemente para descartarlos. Todos estos casos son gravemente inmorales. Todos esos embriones “extras” son seres humanos. En general, se implantan múltiples embriones, ya que no todos logran implantarse exitosamente o porque el médico decide abortar a los que no se desarrollan bien.
De manera que ninguna de estas opciones reconoce la dignidad y el respeto debidos a estos bebés como hijos de Dios. Además, cuando usamos la ciencia para procrear embriones, estamos usurpando el lugar de Dios y colocando nuestros deseos por encima de los Suyos. Le estamos diciendo que no confiamos en Sus planes y que preferimos negar Sus leyes para seguir nuestros propios deseos egoístas.
En 2008, en un intento por abordar los temas relacionados con la dignidad de cada ser humano, incluyendo el grave problema de la FIV, la Congregación para la Doctrina de la Fe del Vaticano emitió el documento Dignitas Personae. Ese documento nos enseña que: “La aceptación pasiva de la altísima tasa de pérdidas (abortos) producidas por las técnicas de fecundación in vitro demuestra con elocuencia que la substitución del acto conyugal con un procedimiento técnico –además de no estar en conformidad con el respeto debido a la procreación, que no se reduce a la dimensión reproductiva– contribuye a debilitar la conciencia del respeto que se le debe a cada ser humano” (no. 16).
Los bebés procreados por medio de la FIV son seres humanos. Son hijos de alguien. Tienen almas. Descartarlos, entregarlos a la investigación o dejarlos congelados indefinidamente es una perspectiva enfermiza.
Sin embargo, hay esperanza para los matrimonios que sufren problemas de infertilidad que desean encontrar una manera moral y en conformidad con la ley natural para tener hijos.
En EEUU, el Instituto Papa Pablo VI para el Estudio de la Reproducción Humana se dedica a ayudar a matrimonios que sufren problemas de infertilidad por medio de la regulación natural de la fertilidad. Según su sitio web (https://www.popepaulvi.com/), sus técnicas naturales “proporcionan opciones moralmente aceptables y eficaces para los matrimonios” para que puedan lograr un embarazo exitoso. Ha tenido un gran éxito en sus 34 años de historia.
Nota de VHI: En América Latina puede ponerse en contacto con el Dr. Alejandro Leal ( Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla ) o con el Dr. Rafael Cabrera ( Esta dirección electrónica esta protegida contra spam bots. Necesita activar JavaScript para visualizarla ).
La devastación, la soledad y la tristeza que sienten los matrimonios cuando no pueden concebir un hijo es real (CIC 2374). Pero debemos recordar que el deseo de tener un hijo no puede ir por encima de la vida de un ser humano. Nuestra fe nos pide apreciar y respetar la vida humana – en todas sus etapas – aún en sus formas más pequeñas.
La Iglesia comprende la ansiedad y el dolor que sufren los matrimonios infértiles. Llora con ellos por ese sufrimiento. Pero no puede cambiar su enseñanza, porque hacerlo significaría descartar la santidad de la vida humana. Cada uno de nosotros ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, ninguno de nosotros es descartable.