Autor: Miguel Manzanera, SJ
El domingo 27 de abril de 2014, fiesta de la Divina Misericordia, es un día memorable en la historia de la Iglesia y de la humanidad. La Iglesia Católica declarará santos a dos grandes papas recientes: Juan XXIII y Juan Pablo II. El primero será recordado como el Papa Bueno que tuvo la inspiración divina para convocar al Concilio Vaticano II, aunque él mismo falleció en 1983 antes de la conclusión del Concilio sin poder ver sus enormes repercusiones en la vida de la Iglesia y en el mundo.
El futuro Juan Pablo II, siendo Obispo de Cracovia, participó activamente en el Concilio en la redacción de la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo, aprobada en 1965, aportando una renovada cosmovisión de orientación personalista para facilitar el diálogo entre la fe, otras religiones, la filosofía y las ciencias modernas.
Ante la imprevista muerte de su antecesor Juan Pablo I en 1978, fue elegido papa Juan Pablo II, manteniéndose en ese cargo casi 27 años hasta su muerte en 2005. Aunque no faltan algunas críticas que califican el largo pontificado de Juan Pablo II como conservador o tradicional, sin embargo la gran mayoría del pueblo de Dios le reconoce como un papa extraordinario.
También su participación en la historia política mundial fue decisiva, contribuyendo al derrumbe pacífico del comunismo en 1989, gracias al movimiento polaco de Solidaridad, liderado por Lech Walesa, muy cercano a Juan Pablo II.
La clave de un pontificado tan fecundo se encuentra en el misterio de la Redención de Jesús, unido al de la Divina Misericordia. Su sucesor Benedicto XVI en el año 2008 llegó a decir: “Juan Pablo II en la palabra Misericordia hallaba resumido y nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención”. Hay que subrayar el gran influjo de Sor Faustina Kowalska, una religiosa polaca, casi iletrada, fallecida en 1938, quien transcribió de manera fidedigna en su diario el mensaje que le confió el mismo Jesús con el ruego de darlo a conocer.
Este diario fue puesto bajo sospecha durante varios años por la autoridad eclesiástica romana hasta que el obispo Karol Wojtyla captó su autenticidad y su importancia para la renovación de la Iglesia: “Desde el principio de mi pontificado he considerado este mensaje como mi cometido especial”. Juan Pablo II beatificó y posteriormente canonizó a Faustina en el año 2000 el domingo siguiente a la Pascua de Resurrección, declarando para toda la Iglesia esa fecha como la Fiesta de la Divina Misericordia. En esa misma fiesta murió el Papa en 2005 y fue canonizado en 2014.
Frente a posiciones erróneas que presentan a Dios como juez justo, pero severo e implacable, Jesús quiere que confiemos totalmente en su Misericordia: “Para los que propagan mi Misericordia a la hora de su muerte no seré juez, sino Salvador Misericordioso”. Se mostró a Santa Faustina bendiciendo con la mano derecha y señalando con la izquierda su herida del pecho, de la que brotan dos rayos de luz roja y azulada, la sangre y el agua como sacramentos del perdón y de la comunión. A estos dos elementos se une la Rúaj (Espíritu) de Verdad y de Caridad, que Jesús insufló a sus apóstoles el mismo día de la resurrección, dándoles el poder de perdonar pecados como primer efecto de la redención (Jn 20,22).
Juan Pablo II fue el gran promotor de esa renovada visión de la redención. Esto explica la saña diabólica de organizaciones tenebrosas para eliminarle contratando al pistolero turco, Alí Agca, cuya bala asesina en el atentado en la Plaza de San Pedro en Roma fue providencialmente desviada el 13 de mayo de 1981 gracias a la Virgen de Fátima, Madre de Misericordia.
Dios quiso que el papa siguiese viviendo para guiar a la Iglesia hacia el nuevo milenio a pesar de sus crecientes dolencias, predicando el mensaje de la Misericordia, según él mismo proclamó en la canonización de Santa Faustina: “La luz del Mensaje de Misericordia confiado a Santa Faustina por Jesucristo iluminará al hombre del tercer milenio”.
En la última etapa de su vida Juan Pablo II sintió en su propio cuerpo el dolor, la enfermedad y la impotencia de no poder comunicarse con sus queridos feligreses. Jesús Redentor le llamó a asociarse a su pasión para ser con él corredentor misericordioso, tal como lo fue la Virgen María al pie de la cruz y también lo experimentó San Pablo: “Me alegro de mis padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24).
En este tercer milenio, tan amenazado por el odio y la violencia que rebrotan en diversas partes del mundo como un fuego diabólico que amenaza destruir a la humanidad, la Iglesia debe asumir la nueva evangelización centrada en el anuncio de la Divina Misericordia que lleve a promover la confianza plena en Jesús y a intensificar la misericordia humana.