Autor: Miguel Manzanera, SJ
Con esta frase lapidaria describe el Prólogo al Evangelio de Juan (Jn 1, 14) el gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios. Aunque muchas personas piadosas la repiten diariamente en el rezo del Angelus, conviene reflexionar sobre su significado, ya que aquí se encierra el gran misterio de nuestra salvación.
A partir de la encarnación se inicia una nueva etapa, sin retorno, en la historia de la humanidad. El Hijo Dios se hace hombre para ser el Enmanuel o sea “Dios con nosotros”, para redimirnos del pecado y para enviarnos su Espíritu, la Rúaj Santa, para que podamos renacer de ella como verdaderos Hijos de Dios (Jn 3, 5).
Para nosotros humanos, limitados y finitos, es prácticamente imposible llegar a comprender, cómo el Hijo de Dios omnipotente, por el infinito amor que nos tiene, quiera tomar nuestra naturaleza y someterse a la condición humana en todo menos en el pecado (Hb 4, 15).
Las mitologías griegas, obsesionadas por el poder de los dioses, a través de relatos fantasiosos y aberrantes describen las hazañas de seres inexistentes, mezclas de seres divinos y humanos, muchas veces viciosos y crueles. Por el contrario en la encarnación del Hijo de Dios se muestra únicamente el gran amor del Dios trinitario que quiere que su propio Hijo sea también el hijo de la Virgen María, una joven creyente fiel y virtuosa que únicamente busca cumplir la voluntad de Dios, bajo la custodia de San José.
La moderna embriología nos permite comprender mejor el hecho de la encarnación. Un óvulo de María, al iniciarse su período de fertilidad, fue transformado en embrión por la energía de la Rúaj Divina para poder recibir al Hijo de Dios que se hace un embrión humano. Este niño es simultáneamente el Hijo de Dios y al mismo tiempo el hijo de la Virgen María, mostrando su naturaleza humana y quedando latente su naturaleza divina.
Sin embargo, lo más esencial de la encarnación es comprender el cambio radical que ha supuesto en la historia de la humanidad, ya que constituye un giro copernicano, desvelado a la luz de la fe. Hasta ese momento el hombre vivía bajo el signo de Adán y Eva, pareja inicial que simboliza el rechazo soberbio del hombre al plan de Dios, sometiéndose al influjo del maligno.
La humanidad quedó marcada por el signo del pecado, siendo pocos los hombres que conseguían romper ese cerco y aproximarse a Dios, quien finalmente, compadecido, envío a su Hijo para compartir nuestra vida humana. Él asumió el rol del Nuevo Adán, eligiendo en el madero de la cruz a María para ser la Nueva Eva. La sangre de Jesús borró nuestro pecado y Dios Padre lo reconstituyó a su categoría filial con el poder de derrotar al Maligno y de enviarnos a la maternal Rúaj Santa para que los seres humanos podamos renacer de ella como hijos suyos.
Con esto se rehace el Plan de Dios que quiso inicialmente hacer de la familia humana imagen y semejanza de la familia divina (Gn 1, 27). Esta imagen que se visualizó en la Sagrada Familia de Nazaret, debe ahora también visualizarse en toda familia y en la misma Iglesia. La fiesta de la encarnación es, pues, un motivo de alegría y de invitación para que colaboremos en el maravilloso plan divino de hacer de la humanidad su propia familia. Por eso la Iglesia ha querido que la fiesta de la Encarnación, el 25 de marzo, sea también la fiesta de la vida, especialmente de las niñas y niñas que están todavía en el seno de sus madres.