Por: Miguel Manzanera, SJ
En muchos países el primero de mayo se celebra el Día Internacional de los Trabajadores para reivindicar sus justas aspiraciones, reconociendo su gran aporte, muchas veces anónimo, con gran sacrificio y mal remunerado al progreso de los pueblos. En ese mismo día el Papa Pío XII en 1955 instituyó la fiesta de San José Obrero, proponiéndolo como modelo y protector de los trabajadores. También esa fecha marca el inicio del mes de mayo, dedicado de manera especial a la veneración de la Virgen María. Este año será también el día de la beatificación de Juan Pablo II.
La figura de este Papa es tan atractiva y polifacética que resulta difícil siquiera mencionar los múltiples aspectos, no sólo religiosos, litúrgicos, catequéticos y teológicos, sino también filosóficos, sociales, políticos, culturales, artísticos, deportivos etc. en los que ha dejado huellas profundas. Entre otras cosas será históricamente recordado con gratitud por su decisiva contribución a la caída del comunismo soviético que oprimió a gran parte de Europa con el peligro de desencadenar una guerra mundial.
Su prolífico magisterio y sobre todo su testimonio han marcado ideales de santidad para obispos, sacerdotes y también para las personas consagradas y las laicas. Muchos profesionales siguen hoy sus enseñanzas en el campo de la política, de la medicina y de la actividad económica, educativa, artística. Él mismo, como trabajador en una cantera, vivió la dureza del trabajo y supo hablar a los obreros y mineros con un lenguaje de esperanza. Los jóvenes le recordarán con todo cariño por ser el Papa que inició la celebración de las Jornadas Mundiales de la Juventud, consiguiendo sembrar en muchos jóvenes un ideal de vida para no dejarse atrapar por la droga, el sexo y el alcohol y para convertirse en seguidores de Jesús.
Su Encíclica el Evangelio de la Vida en 1995 lo constituye como el gran defensor de la vida de los niños y niñas por nacer y de las personas enfermas y ancianas. Juan Pablo II ha marcado el inicio de una primavera eclesial como fruto maduro del Concilio Vaticano II, en el que intervino con aportaciones valiosas. Quedarán para siempre grabadas en nuestra memoria las imágenes del frustrado atentado, perpetrado por el sicario Alí Agca, del que fue salvado el 13 de mayo de 1981 por providencia maternal de la Virgen, a la que estaba consagrado con el lema “Totus Tuus” (Todo Tuyo).
Muchas personas se preguntarán ¿cuál era el secreto de la santidad de Juan Pablo II? A nuestro juicio fue la identificación con Jesucristo Redentor misericordioso. Como ningún otro Papa se sintió atraído y subyugado por la herida abierta del Salvador y comprendió que allí se oculta la misericordia divina como la clave de la historia de la salvación.
Por ello la Iglesia Católica ha elegido el 1° de mayo del 2011 para la beatificación de Juan Pablo II por ser este año el domingo primero después de la Pascua, donde precisamente por su iniciativa se celebra desde el año jubilar 2000 la fiesta de la Divina Misericordia. En ese día el Papa declaró santa a Faustina Kowalska, la religiosa confidente a la que Jesús reveló el gran secreto que salvará a la humanidad. Recordemos que Juan Pablo II falleció hace seis años precisamente en la víspera de esa fiesta.
Dios Padre por puro amor misericordioso quiso salvar a la humanidad por medio de su Hijo encarnado en seno de la Virgen María y crucificado en la cruz, de cuyo costado abierto brotaron con el agua y la sangre los sacramentos de la Iglesia, iniciando así la redención misericordiosa de la humanidad e invitando a la Iglesia, como su Esposa, no solo a ser redimida sino también corredentora con Él.
Juan Pablo II, plenamente identificado con Jesús Redentor, aceptó asociarse a su obra redentora, siguiendo el ejemplo del Apóstol Pablo: “Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 24). Con esta frase comenzó el Papa su Carta Apostólica sobre el valor salvífico del dolor, escrita en 1984, cuando ya comenzaba a sentir el peso de la edad y de sus múltiples dolencias que se fueron agravando hasta el final de su vida. Juan Pablo II comprendió que Jesús, derramando su sangre en la cruz, nos redimió, pero este sacrificio necesita también de la colaboración humana. Por ello, Juan Pablo II, siguiendo el ejemplo de María al pie de la cruz, aceptó ser también corredentor misericordioso, cargando las inevitables cruces de su vida y uniéndolas al sacrificio redentor de Jesús. Por todo ello merece nuestra enorme gratitud.