Reflexión navideña sobre Lucas 2:1-20

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Adolfo J. Castañeda, MA, STL
Director de Educación de VHI

Este pasaje narra el nacimiento de Jesús en Belén de Judá. Lo primero que observamos es que el texto es muy con concreto no solo en cuanto al lugar, sino también en cuanto a las circunstancias históricas y políticas en torno al nacimiento del Divino Niño: “Por aquel tiempo, el emperador Augusto ordenó que se hiciera un censo de todo el mundo. Este primer censo fue hecho siendo Cirenio gobernador de Siria. Todos tenían que ir a inscribirse a su propio pueblo” (vv.1-3).

La primera verdad que aprendemos de estos datos es que la providencia de Dios dispuso todas las cosas para que Jesús naciera en Belén de Judá, donde había nacido David, del cual, en la dimensión humana, el Mesías debía descender, siendo su padre adoptivo José también descendiente de David (véase Mateo 1:1-17). Dios irrumpe en la historia humana con Su propia historia de salvación, tanto en la historia que narran el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, como la de la Iglesia, el Nuevo Pueblo de Dios. Se trata de la historia de la salvación dentro de la historia humana.


La segunda verdad que aprendemos es muy dolorosa. Se trata del primer rechazo que sufren Jesús y su familia. “No había alojamiento para ellos en el mesón” (v. 7). Este primer rechazo es un presagio de la Cruz, cuya sombra ya se proyecta sobre lo que en realidad constituye una suprema alegría: la venida del Salvador al mundo (v. 10). 

La tercera verdad se deriva de la segunda. Por no haber lugar adecuado para ellos, tuvieron que refugiarse en un establo, donde viven y comen los animales. Allí nació Jesús (v. 7). Los nacimientos que hoy día colocamos en nuestros hogares son muy hermosos. Y así debe ser, porque expresan la belleza física y espiritual que constituye el hecho maravilloso de que Dios está con nosotros en la forma de un hermoso bebé. Pero la realidad original no fue así. Sin embargo, la belleza intrínseca de este trascendental hecho no fue opacada por las circunstancias paupérrimas del nacimiento del Niño Dios. Al contrario, esta brilló con más fuerza todavía. De manera análoga, el terrible hecho de Jesús colgado en una cruz no ha opacado, sino precisamente intensificado la hermosura insondable de Su Amor por nosotros.

Esta tercera verdad de las circunstancias humildes, pobres y sufrientes del nacimiento de Jesús arrojan luz sobre otra serie de verdades de trascendental importancia para nuestra salvación. La humildad del Dios-Hombre vino a deshacer la soberbia del ser humano, que quiso ser “como dios” (Génesis 3:5) a causa del pecado original y de su propio pecado personal. La pobreza de Jesús vino a enriquecernos con Su gracia, como dirá San Pablo más adelante (véase 2 Corintios 8:9). Y el sufrimiento del Santo Bebé y su familia vino a deshacer nuestros desordenados deseos (concupiscencia) de placer, riqueza, fama y dominio sobre los demás (véase 1 Juan 2:16-17). De manera que la gloria de Dios se manifestó por medio de la pobreza y abyección que sufrió Su Hijo al nacer como hombre en medio de un establo. De manera análoga, la gloria de Dios también se manifestó cuando Su Hijo pendía del árbol (dador de vida) de la Cruz, como el propio Jesús lo vaticinó en Juan 12:23-24, al dar a entender que daría gloria a Su Padre por su obediencia de morir en una cruz.

Pero así como Jesús resucitó glorioso de entre los muertos, también Dios envió a sus resplandecientes ángeles a unos pobres y humildes pastores (vv. 8-14), para ayudarnos a comprender que en medio de esa pobreza y abyección, era verdaderamente el Hijo de Dios el que venía para estar con nosotros para siempre (véase Mateo 28:19-20). En retrospectiva, hemos comprendido que la Resurrección de Cristo arrojó gloria sobre el terrible suceso de la Cruz; la aparición de los ángeles arrojó gloria sobre el pobre y humilde nacimiento del Salvador.

En toda esta odisea en torno al nacimiento de Jesús, ni María ni José se desanimaron. Tampoco cuestionaron a Dios en cuanto a haber sido escogidos para ser los padres terrenales del Salvador. Ante tantos problemas, cualquiera de nosotros que está tratando de seguir a Cristo se hubiera preguntado: ¿por qué tengo que atravesar por tantas dificultades precisamente para cumplir la voluntad y el plan de Dios? Bueno, Jesús mismo le hubiera podido preguntar al Padre por qué Él, siendo inocente, tenía que pasar por la Cruz para precisamente redimir a la humanidad. Sin embargo, no hizo eso, sino que tomó la decisión que dio al traste con todos los planes destructores de satanás: “No se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Marcos 14:36). Y apenas tres días después Dios Padre lo resucitó, concediéndole la victoria definitiva e irrevocable sobre la muerte, el pecado y el mal (véase Hechos 2:24).